¿Vergüenza?, para pecar
Estábamos en una de las terrazas del Mercado de Colón, una abuela, una madre, su hijo de seis años y yo. Me daba pena el pobre niño sentado allí como un ancianillo. No tenía ni cuentos, ni papel para hacer pajaritas o barquitos, ni rotuladores, nada. Un niño, en total indefensión. Si hubiera sido una niña un poco mayor - y desde luego si hubiera sido una niña inteligente de tiempos anteriores al Intendo - la conversación de las tres personas mayores le habría bastado: sacaría sus conclusiones, enjuiciaría a las contertulias, aprendería vocabulario.. Pero era un niño. Quería agua, quería atención. La madre dudaba si ir a comprar una botella de agua mineral un poco más lejos, porque era más barata – en esto de la economía las madres de ahora son como las de antes – pero le daba pereza. Le sugerí que se acercara a la barra a pedir un baso de agua del grifo, con hielo. Le daba vergüenza. Me levanté rápidamente y fui a por él. Me sorprendió que los jóvenes del botellón – no hacía demasiado tiempo que ella lo había sido – estén tan absolutamente desarmados para las cosas más nimias. Que lejos quedaba aquella frase, abundantemente repetida por las madres, para combatir la timidez de sus hijos en su incipiente vida social, “¿Vergüenza?, para pecar”. Es curioso, ahora las tímidas son las madres. Como es toda una frase, que pone las cosas en su sitio, he querido, en honor a las abuelas y en honor a la verdad, contribuir con estas líneas a que no se pierda.