El secador
Cuando era joven – lo soy aún, porque el espíritu no envejece – me gustaba al ir a la peluquería, hablar con la peluquera que me atendía. Era una especie de servicio, que a mi vez prestraba yo. La conversación, cuando no es a tontas y a locas, enriquece, nos aproxima y , si es sensata, puede hacernos más llevadera la vida. Creo que eso es así, por lo menos hasta que uno tiene ya mucha vida dentro, puede que no le quede demasiado tiempo por delante, y a fuerza de oración, gratitud y memoria, ha llegado a ser una buena compañía para sí mismo. Entonces se valora y saborea el silencio. En cuanto a tratar de hablar en la peluquería, hoy sin embargo, para mí la cosa ha cambiado: la peluquera, a la que le llevo un montón de años – lo que desde luego por su parte no facilita el diálogo – es bastante probable que añada su sordera profesional, a la mía por edad. Fue Silvia – con la que mantuve a lo largo de años - hasta que se casó y tuvo su primer hijo- conversaciones interesantes, quien me dijo múchas veces al hacerme repetir: “es que yo, con el uso constante del secador, estoy un poco sorda”. Me ha apenado oírlo cuando hace poco me ha dicho Alicia lo mismo. No es que no oigan cuando utilizan el secador, que eso ya se sabe. Antes, cuando el marcado se hacía con rulos, y secador de casco puede que las cosas no fueran así. Esa “sordera” de oficio es una deuda de gratitud contraída con quienes nos ponen guapas. Habrá que compensarla.
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