13 noviembre, 2010

Teatro clásico

He ido al teatro a ver “El condenado por desconfiado”. La interpretación no estaba mal, porque no siempre es posible entender el verso cuando lo recitan. La verdad es que esperaba más de la obra de Tirso, pero siempre se agradece el ingenio de nuestros clásicos. Mientras la veía, volví a caer en la cuenta, de que para disfrutar el arte – el Museo del Prado por ejemplo – y tanto la lectura como la interpretación de los clásicos, es condición necesaria haber tenido una catequesis cristiana. Si no, no hay nada que hacer. Por ejemplo: no es fácil disfrutar viendo el cuadro “Judit con la cabeza de Holofernes”, sin conocer el fragmento de Historia Sagrada que éste representa. Los ingenuos capiteles de las iglesias románicas, no dicen absolutamente nada sin estar familiarizados con la Historia del Cristianismo. Sin ella, los turistas, siguiendo al guía, pasarán entre las columnas, como pasa el ganado por el centro de Madrid – las antaño de las Cañadas Reales – sin enterarse de lo que están viendo. Por cierto, que antaño y hogaño son dos adverbios de tiempo, lo digo porque me sorprendió comprobar la ignorancia que sobre tal palabra tenía un hombre por otra parte, sabio.

En “El condenado por desconfiado”, amén de que al demonio se le ve merodear por la escena – malo sería que el demonio, realidad palpable aunque angélica, acabara siendo solo una figura de Hallowen - se está hablando de constantemente de confesión y arrepentimiento. “¿La confesión?” “¿Pero qué es eso?”. No dejemos que hablen así, los que nos sigan. Ayudemos, con nuestra costumbre de confesarnos,, a que los sacerdotes pasen sus buenos ratos sentados en el confesonario, esperando como el pescador, que pique el pez. Ya la palabra confesonario aparece subrayada en rojo en Google.