22 febrero, 2010

Bolonia

Este fin de semana lo he pasado en Bolonia con mi hijo mayor. Se ha portado conmigo tan requetebién en todo momento, que no puedo menos que decir: ¡Viva su madre¡. Ahora tengo un poco de bajada, pero remontaré. Y es que a lo bueno se acostumbra una muy pronto. La Universidad de Bolonia es preciosa. La primera de Europa: 1088.

En el conjunto monumental de Santo Stéfano: siete encantadoras iglesias románicas, me quedé con las ganas de saber a que orden pertenecía los monjes que allí estaban pero lo disfruté mucho. Ante una pintura de la Virgen, dulcemente descolorida por el tiempo, recé por mi gente. Una pobre mujer más que se une a la larga cadena de mujeres que lo han hecho, desde la Edad Media. Chesterton decía que la Edad media, contra lo que se cree, era una época alegre. No cabe duda. Basta ver iglesias románicas.
Quien sabe a cuantos hombres, desde que se construyeron, habrán acercado a Dios, sus claustros cubiertos de verdín, los ingenuos capitales de sus columnas y esos hermosísimos libros miniados, más propios del cielo que de la tierra. que guardan las vitrinas de sus sacristías. Los obras quedan, los hombres se van…pero es imposible ver esos pequeños grabados de colores puros con profusión de oro sin agradecimiento a los monjes que los hicieron, que por otra parte al hacerlos tuvieron que disfrutar mucho.

Aunque veía importante la invitación de mi hijo de acompañarlo a Bolonia, me daba mucha pereza el viaje, y además un cierto “corte”. Ya se sabe: un hijo, por bueno que sea, no es de tu generación y eso casi inevitablemente da lugar a tensiones. Antes de irme me fui a confesar. Pedí la bendición del viaje y aproveché para abrir el corazón: “¿Qué se me ha perdido a mi en Bolonia?”- le dije, con una cierta indignación, al sacerdote, que me conoce bién - Él con gran calma ( es hijo de sevillano y vietnamita ) me respondió:
”A ti en Bolonia se te ha perdido hacer la vida agradable a tu hijo”. Subí al avión con el deseo firme de cumplir mi cometido.