Virgilio
“¡Virgilio, las divisiones¡”, decía yo tirando la cartera del colegio, casi de ministro plenipotenciario, eso me dijeron, sobre cualquier sitio que encontrara.
La cartera me habían dejado los Reyes. En mil novecientos cuarenta y siete, aproximadamente, los Reyes dejaban, además de juguetes, cosas útiles: un catecismo de tercer grado, una estupenda cartera de piel de cerdo… Recuerdo bien la tragedia doméstica que supuso la gran mancha de tinta azul que se me cayó sobre su rosada superficie. “No se lo digas a tu padre”- dijo mi madre, que bien sabía y le escocía el precio de la cartera- vamos a tratar de quitarla con leche.” Vano intento, hubo que teñirla de marrón oscuro. Yo creo que quedó mejor.
Ya se echa de ver que las divisiones encargadas a Virgilio poco tenían que ver con las legiones romanas, pese a mis dotes de mando, y a lo adecuado del nombre del asistente. El asistente era un soldado asignado a mi padre para su servicio. Servicio que consistía fundamentalmente en ir a por nosotras al Colegio, ir al mercado con mi madre para llevarle la bolsa y hacer recados, como por ejemplo ir a buscar el pase para el cine de estreno que Doña Carmen Beneyto, que tenía un hijo inspector de hacienda, le dejaba a mi madre calgún viernes que otro para irnos los cuatro a ver una película tolerada. Mi padre era un buen jefe y estar en casa de D. Carmelo haciendo el servicio militar, era un chollo. Había que cuidar, por otra parte, y se cuidaba, que el asistente no se quedara solo en casa con la muchacha.
Como yo me di cuenta enseguida que Virgilio era un chico para todo, le encargaba despóticamente que me hiciera las divisiones cuyo divisor era de tres cifras. A veces las hacía mal y yo se lo echaba en cara al día siguiente.
Y todo esto viene a cuento de que, leyendo el San Pablo de Holzner, me he encontrado: “Una leyenda medieval nos presenta a san Pablo llorando ante la tumba de Virgilio, por no haber tenido ocasión de conocer en vida al poeta: “ Si yo te hubiera conocido en la vida, / cuánto te hubiera reverenciado, / a ti que eres el ornato de todos los poetas¡”.
Sinceramente, creo que San Pablo tenía otras cosas de más calibre en que pensar que en que hubiera conocido o no al poeta Virgilio.
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