18 abril, 2009

Canto gregoriano

Cuenta Thomás Merton en la pág 383 de “La montaña de los siete círculos”. Ed.Sudamericana 1961

“….las piedras de la iglesia de la Abadía resuenan con un canto que resplandece como llama viviente, con un deseo profundo y puro. Es un ardor austero, el ardor del canto gregoriano. Está mucho más allá de la emoción ordinaria y es la razón de que uno no se canse nunca de él. No embota vuestras sensibilidades con exigencias vulgares. En vez de transportaros al campo abierto de los sentimientos donde vuestros enemigos, el demonio, vuestra imaginación y la vulgaridad inherente a vuestra naturaleza corrompida pueden alcanzaros con sus filos y despedazaros, os encuentra dentro, en donde sois arrullados en paz y recogimiento y donde encontráis a Dios.
Descansáis en Él y Él os sana con su sabiduría.
La primera noche en el coro procuré cantar las primeras notas del canto gregoriano con el frío más intenso que jamás he sentido en mi vida…
Fruto de mi experimento de prepararme para la baja temperatura del monasterio antes de encontrarme en el interior de la casa.
(…) era el segundo domingo de adviento y en seguida el chantre entonó el “Conditor Alme Siderum”.
¡Qué medida, equilibrio y fuerza hay en la sencillez de ese himno. Su estructura es potente, con una perfección que desprecia los efectos de la música secular más grandilocuente…Dice más que Bach sin agotar siquiera todo el alcance de una octava. Aquella noche ví como el tono mesurado tomaba las viejas palabras de San Ambrosio y les infundía aún más fuerza, agilidad, convicción y sentido del que ya tenían y las hacía florecer delante de Dios en belleza y fuego, florecer en las piedras y desvanecerse en la oscuridad del techo abovedado. Su eco moría y dejaba nuestras almas llenas de paz y de gracia.
Cuando empezamos a cantar el “Magnificat”, casi lloraba, pero eso era porque yo era nuevo en el monasterio.
En realidad, precisamente por eso tenía yo razón para llorar de agradecimiento y felicidad mientras croaba las palabras en mi garganta seca y ronca, de gratitud por mi vocación, de gratitud porque ya estaba realmente allí por fin, en el monasterio, cantando la liturgia de Dios con sus monjes.”