22 septiembre, 2008

La puntilla

Al hablar de la puntilla, no me refiero a eso “dar la puntilla” que utiliza el lenguaje taurino, sino a una ancha y hermosa puntilla de ganchillo que muchas veces adorna, el embozo de mi cama de matrimonio. Me gusta verla y pensar en mi abuela Rosa que la hizo a ganchillo, cuando yo era niña para que cuando fuera mayor me acordase de ella. Y vaya si me acuerdo, ahora que yo soy abuela también. Me conmueve esa muestra de trabajo impecable. Con el tiempo, las sábanas que mi madre encargó para mi boda, se han ido rompiendo. Finas batistas, delicadamente bordadas, destinadas a la cama conyugal, la cama de matrimonio es un altar (porque allí se engendra la vida y la vida es sagrada) han sido, ya muy pasaditas, desguazadas en trapos para limpiar cristales. Así es la vida. De mi ajuar, ya no me queda nada. Las sábanas que ahora utilizo son las que bordó mi para ella en el Colegio de las Hermanas de Santa Ana, y ese juego de puntilla de fino y complicado ganchillo, que dejó mi abuela al morir, como su firma. Una firma impecable. Dejo eso, la simpática casa del Altero en Samper de Calanda, y cuatro hijos en el mundo: los chicos valientes y las chicas buenas. Mi abuela Rosa Temprado, aquella moza de Ejulve, que se crió con su tía, para descargar así la economía de sus padres, no pudo imaginar, por imaginación que tuviera, que su trabajo de anciana, me iba a acompañar tantos años. Menos aún que éste y su recuerdo, saltaría a la red. A esa red barredera que allega todo tipo de peces. ¿Quién dice que la vida es aburrida, cuando se mira desde una atalaya que alcanza a ver las otras vidas de los nuestros?

Mi abuela Rosa, que no permitía que sus hijas, hábiles bordadoras, estuviesen ociosas y a las que asignaba cada día una tarea de labor, decía que “con los hilos que se tiran, el demonio hace una soga”. Mi abuela Rosa, economizando hilo, era sin saberlo ecológica. Decía también : “Cuando veas a un tonto, echa a correr y no pares”. Mi abuela Rosa, con sus “lentes” (así llamaba a sus gafas), cabalgando a mitad de la nariz, además de hacer ganchillo, se leía con gran interés cuantas novelas que mi hermana y yo llevábamos en verano para afrontar sin demasiado aburrimiento el agosto samperino. Hasta cogió, con gran disgusto mío, una que empecé a escribir y no pasó de los cuatro capítulos.