El collar
A la puerta del Santuario de la Virgen de la Vega, la colonia de veraneantes ha organizado un rastrillo para sacar dinero y cambiar el suelo. Quien más quien meno, ha llevado algo que se ha quitado de encima o de lo que se ha desprendido generosamente. Al pasar por allí con mi hija Fe, al día siguiente era mi santo, vi un collar largo de dos vueltas que me gustó. Lo dije en voz alta sin pensar, y entonces Fe se dirigió a la vendedora y me lo regaló. Me emocionó el gesto. Se agradecen mucho los detalles de los hijos. Luego ha resultado que el tal collar es una encomienda: es de piedra dura y pesa como un plomo. Y el caso es que hace años, tenía un collar de ese tipo y por lo que pesaba, primero lo acorté y después me deshice de él. Pero la vida es larga y el hombre, o la mujer, es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. ¿Qué queda pues de mi aprecio del collar?. El que fuera un regalo de Fe. Pensé que eso pasa con las pequeñas cosas que hacemos por Dios. Carecen de valor, son naderías, Él nos las necesita, pero le gusta que se las demos porque es Padre.
El día de mi santo, santa Rosa de Lima, tuve muchas llamadas de teléfono y gente que rezara por mí y otro pequeño regalo: un dibujo a bolígrafo de una sirenita que me hizo mi nieta Belén en una hoja de libreta. Tenía chispa y me hizo sonreír. Pensé que Belén, como su madre, dominará un dibujo con encanto. Los niños solo pueden regalar dibujos, son pobres, no tienen otra cosa. Por eso entienden tan bien esos pequeños sacrificios hechos por Dios, como tardar un poco a beber agua, sentarse un rato sin apoyar la espalda, comer algo que no gusta…Enseñarles a vivir voluntariamente esas cosas es además de hacerles religiosos y por lo tanto realistas, un magnífico medio de prepararles para la vida.
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