Desde la niñez
Conozco a Santa Mónica, madre de San Agustín, desde la niñez. Mi abuela Rosa, natural de Ejulve, me enseñó una oración para ella de esas ingenuas y no demasiado litúrgicas que luego se recuerdan con cariño. Ha pasado el 27 de agosto, su festividad, y no me perdonaría no escribir algo sobre ella. Santa Mónica, consiguió rezando y llorando la conversión de su hijo al que por su vida desordenada veía en peligro de salvarse. San Ambrosio, Arzobispo de Milán, al que “daba la paliza” con la conversión que ella deseaba, y que tuvo la suerte de ver en vida, le dijo un día: “No es posible que se pierda, hijo de tantas lágrimas.”. Influyó en la conversión de San Agustín además de las oraciones de su madre, la predicación de San Ambrosio, al que acudió a escuchar, no por amor a la verdad sino para ver si era tan elocuente como la fama que tenía. San Agustín era por entonces Maestro de Retórica.
En las “Confesiones” habla emocionadamente de su madre, de su amistad con ella, de las conversaciones sobre el cielo que ambos tenían, poco antes de la muerte de ésta, que nos cuenta: “ Cerré sus ojos. Una inmensa tristeza embargaba mi corazón. Estaba a punto de romper en lágrimas, cuando mis ojos, obedeciendo al violento imperio de mi alma, sorbieron su flujo hasta secarlo. ¡Qué mal me sentía en esa lucha. Cuando exhaló el último suspiro, mi hijo Adeodato rompió a llorar a gritos, cortando su llanto a requerimiento de todos nosotros. (…) No nos parecía decoroso celebrar aquel entierro con gemidos y sollozos con los que muchas veces se suele lamentar la miseria de los que mueren o su total extinción. Mi madre, ni moría miserablemente ni moría del todo. De ello estábamos seguros, por sus santas virtudes como por su fe no fingida.”
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