12 mayo, 2014

Tarde de domingo

Cuando abría el ordenador para tratar de escribir un poco, que más preferiría sentarme en el sillón orejudo con los pies en alto y con el Documental de “la 2” de fondo, ponerme a tricotar, mi nieta Lucía, una morenita preciosa de tres años se ha acercado a mí mimosa y persuasiva diciéndo: “y yo ¿qué puedo hacer?. He visto su desamparo y me he conmovido. Los niños son inteligentes y quieren nuestro tiempo. Y aunque estaba harta de levantarme a traer papeles, pinturas, las ranitas saltarinas, cesta de juguetes, para que ella y Álvaro se entretuvieran me he levantado una vez más a sacar la Oca, con la esperanza de que me dejaran escribir un rato antes que su padre se levantara de la siesta y se hiciera con el ordenador. Pero la dulce pregunta de Lucía: “y yo ¿qué puedo hacer”, me había tocado. ¿No había sido esa la pregunta que sin palabras yo había hecho a Dios ante aquella tarde de domingo que empezaba y no tal como había programado? ¿No necesitaba yo también llenar mi tiempo? ¿ Hay tanta diferencia entre Lucía y yo? ¿No somos todos niños con nuestros juguetes esperando a Godot? . Al rato, Álvaro se echó a llorar amargamente porque “después que él había jugado a la Oca sin querer, Lucía no había querido jugar con él al parchís”. ¿Cómo iba a jugar la pobre?Optó por acurrucarse en el orejudo y oponerse a dormir.Álvaro y yo somos amgos. Tiene cinco años y medio y ya es capaz de jugar sin enfadarse cuando no gana. Jugué con él una partida de parchís y cuatro de dominó. Tiempo de juego pactado, para el que no pidió prórroga. Lo pasé bién. Luego, contenta, recordé unas palabras hermosas: “ Quien acoge a un niño en Mi nombre, a Mí me acoge”. Y concluyo ahora: por eso no es de extrañar que las madres cristianas acojan a sus hijos en su seno.