09 diciembre, 2012

Una hermosa página de "La transformación"

Estamos en Zerlay, aldea checa en la Segunda Guerra Mundial, y leemos en la pág 109 de “La transformación” “Entramos a la cabaña de la anciana Vankov cuando se estaba muriendo. El cura de Zerlay estaba sentado junto a ella. Sostenía las manos de la mujer, que se iban enfriando entre las suyas, la aliviaba del peso terrenal, pronunciaba en voz baja palabras con las que guiaba al alma compungida y de forma silenciosa y segura hasta el más allá. La atribulada mujer de la montaña estaba sonriendo. Válek, borracho, estaba por el suelo a la entrada. Lucka le dio una patada para hacerse camino y poder pasar. Siempre que había una enfermedad grave o una muerte en las chozas de las montañas, el cura no dudaba en vestirse en mitad de la noche y caminar por abrupas colinas a donde no conducía ningún sendero. Le llamaban también los no católicos. Su presencia sanaba, tranquilizaba, alejaba los pesares. El pastor evangélico no tenía poder alguno. Lucka no era creyente igual que yo. Sin embargo entre el cura y ella había un fuerte vínculo. Se encontraban junto a las camas de los enfermos como junto a un altar. La curandera y el cura mantenían conversaciones largas, frecuentes e increíbles. Se entendían perfectamente a pesar de que cada uno hablaba en un idioma distinto. Los días de fiesta incluso yo iba a la iglesia, con Joza. Él por devoción yo porque me encantaban los sermones. El cura hablaba claro, de forma sencilla, descubría los secretos de los Evangelios como podré descubrir un cuadro quitando una sábana. La Biblia era para él un mandato para poner en práctica. Los habitantes de las montañas pecaban- como en todas partes-, la región estaba carcomida por el vicio, ninguno de los sagrados mandamientos gozaba de popularidad. Sin embargo, cuando caían en desgracia, se arrodillaban y le imploraban al redentor. Las oraciones, ritual cotidiano, eran para ellos un apoyo vital. Con pagana idolatría conservaban – como en todas partes –símbolos, estatuas, cuadros, rosarios, y recurrían a ellos con fiel devoción y a menudo como última esperanza. El cura lo entendía. Abordaba las debilidades humanas con amable comprensión, como si la dimensión de sus propios pecados no le permitiera censurarlas. Yo le miraba con perplejidad. A ese pastor y paño de lágrimas aparentemente indefenso, al que vi superar el dolor y la muerte con un amor capaz de perdonar todo, en el que yo no creía. Hasta ese momento siempre me conformaba con el ahogado susurro de las frases. No adivinaba que estuvieran vivas y que obraran milagros. (…) El cura de Zerlay vivía lo que predicaba. Con una humildad desconcertante.” Creo que ha valido la pena el esfuerzo de copiar.