El túnel metacarpiano
La tenía frente a mí, la había invitado a un café y le pregunté por su mano derecha. Contestó: “Me la tienen que abrir porque se ha salido un tendón del túnel metacarpiano”. No pude menos de echarme a reír no por la salida del tendón, que por otra parte ella llevaba con despreocupación y señorío, sino por oír a Ángeles, que nunca ha ido a la escuela y sabe leer ella sabrá cómo, una frase de ese corte. “A ver, repite eso del “metacarpiano” que suena muy bién, para que me lo aprenda”, le dije alegremente. Ángeles vino a mi casa de asistenta cuando mis hijos eran niños. En seguida me dí cuenta que era inteligente, que sabía estar. Ella cogió onda y con el tiempo y sus avatares nos hicimos amigas, había admiración mutua: la una había pasado su juventud estudiando en serio y la otra, en Palma del Río (Córdoba), a los nueve años iba a trabajar al campo, con su hermano pequeño colgado a la cintura. Su padre murió dejando siete hijos y uno en camino que nació cuatro meses después. Ángeles es una mujer buena y piadosa, que escucha asiduamente “Radio María”. La conversación se prolongó más tiempo del previsto: ella contaba con nostalgia recuerdos de su niñez y yo la escuchaba con gusto. Entonces se acercó a nuestra mesa uno de mis hijos, buen profesional, con el que había convivido muchos años de niño. La animé a que siguiera contando, porque Ángeles es sabia, “Hemos pasado mucho, Quino – dijo al ver que los dos la oíamos con interés – pero a nosotros nos educaron en el temor del Señor”. Lo dijo con cariño, sin dar lecciones a nadie. Me alegró que lo dijera. Ángeles sabe siempre lo que tiene que decir, no en balde es cordobesa, como Séneca.
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