22 septiembre, 2010

Caudiel

Quisiera expresar el encanto de la visita, del 16 de septiembre, con hija, yerno y tres encantadores nietos, al Convento de Carmelitas Descalzas de Caudiel. Vivencia que arropo con agradecimiento y cariño entre la cabeza y el corazón. Empezaré por el principio: la primera vez que fui a Caudiel tenía veinte años. Iba, con quien sería padre de mis hijos y su familia, a ver a una carmelita descalza, tía carnal de éste. Tras la doble reja del locutorio, un nutrido grupo de carmelitas con sus velos negros echados sobre el rostro – salvo la que visitábamos – reían con el menor motivo, como yo no he oído nunca reír a nadie. Las ingenuas y alegres risas de las monjas – debían ser todas muy jóvenes - hablaban de Dios por sí solas. Eran felices. No se veía, se oía. Desde esa primera visita, he ido a Caudiel muchas veces, primero con hijos crecidos y luego con nietos. He ido a pedir oraciones a las monjas, siempre que los agobios existenciales lo han requerido. La anterior, para el éxito del trasplante de pulmón de mi yerno. Ésta, para que lo vieran y darles las gracias. Íbamos todos, quería que las monjas disfrutaran viendo a los niños – seis, cuatro y dos años – que son preciosos. Disfrutaron. Hoy la doble reja existe pero las monjas – salieron todas – van a cara descubierta. Por el torno, nos sacaron merienda: horchata y rollitos de anís. Los niños se portaron bien. Me gustaría decir algo de cada una, pero no lo haré, a ellas no les gustaría: han ido al Carmelo a rezar y ocultarse. Son diez – deberían ser veintiuna – muy mayores todas:.
Una lleva más de sesenta años en el convento, otra tiene noventa y seis años... Gracias a a Dios esperan una nueva vocación: una periodista de 29 años, palestina... Al dar por terminada la visita y apagar la luz del locutorio, las monjas seguían sentadas en penumbra tras la doble reja, mirándonos.. Una imagen perfecta para una película de Robert Bresson.