En la terraza de casa
El martes 22, en la terraza de casa, tuve una larga conversación con mi nuera. Sin quererlo, hablé demasiado. Quizá inevitable dado el desnivel de edad. Creo que además, de que a cierta edad, al haber vivido mucho más de lo que se espera vivir, los recuerdos emergen con facilidad, quizá esta facilidad aumenta al tiner un rostro joven y hermoso delante. Se vuelve a la propia juventud, se tiende a justificar la actual presencia con evocaciones de aquella y se quiere también, en buena lógica, pasar la antorcha, dejar rastro. ¿Lo conseguí? Posiblemente, aunque no del modo que habría previsto.
¡Con cuánta gente he hablado en ésta terraza¡ le dije. Y pasaron por mi mente escenas allí vividas y muchas caras. Y el hecho de que pasaran, dio un tinte melancólico a la conversación y eso me fastidió. Le conté que allí mismo, donde ella estaba sentada, hace años estaba el capazo de mi sobrino Pedro, el niño que mi hermana dejó al morir y que yo crié durante un año. Recuerdo muy bien todo. Entonces, hacía oración a su lado. Era triste ver el capazo alegre de todos mis hijos, ocupado por un niño sin madre. Me salió espontáneo decirle al Señor: “¿Me vas a dejar con el recuerdo de este capazo?” Él sabía a que me refería: yo había querido tener un pequeñín más y a cambio venía éste que no era mío. Mis oraciones entonces no fueron escuchadas, pero no se perdieron. No me dejó con ese recuerdo. Pasados muchos años me mandó nueve nietos preciosos. Para Dios, no hay tiempo.
Luego, para quitar hierro, hablamos de libros. Tema más socorrido que hablar del tiempo y la emprendí con las Brönte. Era otra manera de justificarme ante ella.
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