08 julio, 2008

Kiev

Otro libro que leí de niña grabado en mi memoria con caracteres dorados, llevaba por título “Los diez mejores cuentos eslavos”. Era grande con duras tapas de cartón, magníficamente dibujadas. Era un cuento caro, que me dejaron los Reyes en tiempos de escasez. Sus ilustraciones hermosas y trabajadas, dibujadas a plumilla, contribuían a que aquellos relatos, ganaran importancia, adquirieran solidez. Los niños lo archivan todo en sus jóvenes neuronas. Si se les nutre de belleza, crecerán alegres. Enseguida me percaté de que el mundo eslavo era otro mundo, en el que valía la pena adentrarse. Desde entonces, palabras como Kiev o Samarcanda, tendrían magia, adquirían reflejos, abrían ventanas, descansaban. Quizá esos cuentos eslavos abrieran camino a mi entusiasmo por los novelistas rusos. A Aliosha Karamazov primero y luego a la Condesa Rostov y a Andrei Bolkonski. El caso es que recientemente, he vuelto a encontrar el nombre de Kiev en unas líneas evocadoras. Son éstas:

“ En el año 988, el príncipe Vladimiro de Kiev a punto de convertirse al Evangelio, envió emisarios a Costantinopla, capital de la cristiandad de Oriente. Allí fueron testigos de la liturgia bizantina en la catedral de Santa Sofía, la Iglesia más grandiosa del Este. Después de familiarizarse con el canto, el incienso, los iconos –ero, sobre todo, “la Presencia”-. Los emisarios informaron al príncipe: “no sabíamos si estábamos en el cielo o en la tierra. Nunca hemos visto tanta belleza (..). No podemos describirlo, pero esto es lo que podemos decir: allí Dios habita entre los hombres.”
(Timothy Ware, The Ortodox Church, citado por Scout Hahn en “La cena del Cordero”)