21 mayo, 2006

Boda

Ayer estuve en una boda. Se casaba el hijo de una amiga de Colegio. En la misma Iglesia, años antes se habían casado antes sus padres. Ella también radiante, y él un guapo oficial al que, después de cuatro hijos, se le desarrolló una esclerosis múltiple que lo tuvo muchos años primero en una silla de ruedas y finalmente en la cama. Una vez mi amiga, al mirar las dos la bonita foto de boda enmarcada en plata sobre la mesita del recibidor, en la que ambos firman el contrato matrimonial, me dijo: “¡Que poco imaginaba lo que suponía firmar ese papel¡” No lo decía con acritud. Quería a su marido. Se educó en un tiempo en que el matrimonio era para toda la vida. Se sabía poco de sexo. Se sabía querer.

Cuando los novios pasaron a saludar a nuestra mesa, alguien les dijo: “¡Es para siempre¡”.Él contestó: “Sí, he tenido muy buen ejemplo en casa”. Miré a la grácil novia y a los gordos comensales. Un banquete de boda, para alguien sensible, resulta siempre algo deprimente Pensé en el banquete del cielo, dónde no habrá ni ordinariez ni grasa y donde la conversación será interesante. Desde allí nos contemplaría Antonio.

Al salir cogí un taxi. El taxista era buen conversador. A él las bodas no le gustaban, procuraba escaquearse. Ahora se casaba su hija y no podía. Entre ella y su mujer lo estaban arruinando. Él se separó de joven, a los treinta y tantos. Pero había vuelto con ella. Había ido con otras mujeres pero se había dado cuenta de que todos las mujeres son lo mismo y todos los hombres también. Habíamos llegado a casa, al fin podía quitarme las galas de Cenicienta.