17 diciembre, 2005

Transmitir la vida

Desde que fui madre por primera vez, calibré la grandeza de la relación matrimonial y la desproporción entre el placer y lo que de él puede derivarse: el nacimiento de un maravilloso niño. Por ello me ha alegrado encontrar aquella fuerte convicción mía, y la consiguiente indignación cuando el sexo se trivializa ( ahora recogemos los “frutos” de mayo del 68) lo que sobre este amor de hombre y mujer, bendecido por Dios, dice Scott
Hahn en un libro interesante, como todos los suyos, “Lo primero es el amor” editado por Patmos. (Scott ya nos había hablado de Kimberly, su novia universitaria y después su mujer, en “Roma dulce hogar” en el que ambos cuentan, en artículos alternos, su llegada al catolicismo desde el protestantismo). Dice así:

“Dios no me había creado precisamente para la filosofía, economía, teología o para un ministerio, por muy buenas que pudieran ser todas esas cosas. Dios me había creado para mucho más que eso, y me había creado para Kimberly Kirch. Su imagen en mí no empezaría estar completa hasta que dijera que sí a la clara llamada de Dios para que me casara con ella. (…) No fue en el éxtasis de nuestra unión corporal cuando vislumbré por primera vez que una familia manifiesta del modo más vívido la vida de Dios…aunque esa unión tenía ciertamente algo que ver. (…) Empecé a comprenderlo cuando Kimberly estaba embarazada de nueve meses y medio de nuestro primer hijo. Su cuerpo había ido tomando nuevas proporciones, y me di cuenta, más que nunca, de que su carne no había sido creada exclusivamente para mi deleite. Lo que yo había disfrutado como algo hermoso se estaba convirtiendo ahora en medio para un fin más grande.(…) El parto de Kimberly fue difícil desde el principio. Las horas se prolongaron, y el dolor de Kimberly se hizo cada vez más intenso. Me hubiera cambiado gustosamente por ella. Después de treinta y seis horas de parto hubo que hacer cesárea (…) Cuando llegamos a la sala de operaciones las enfermeras la levantaron y la pusieron sobre una mesa¸ allí la sujetaron y la sedaron. Kimberly estaba congelada, tiritando y con mucho miedo.(…) Permanecí junto a mi esposa; su cuerpo estaba atado, puesto en forma de cruz sobre la mesa, y rajado para traer una nueva vida al mundo. (…) Nada de lo que me había enseñado mi padre sobre los detalles de la reproducción, nada de lo que había aprendido en las clases de biología del instituto podría haberme preparado para ese momento. Los médicos me dejaron quedarme a ver la operación. Cuando el cirujano hizo sus incisiones pude ver todos los órganos principales de Kimberly. “Realmente, pensé estamos hechos al detalle y de maravilla¡”. Entonces llegó el momento en que de entre aquellos órganos, con unos pocos movimientos cuidadosos de las manos del médico, apareció el hermoso cuerpo de mi hijo, mi primer hijo, Michael.
Pero fue el cuerpo de Kimberly lo que se convirtió en algo “más” que hermoso para mí. Ensangrentado, con cicatrices y retorcido de dolor se convirtió en algo sagrado, un templo vivo, un sagrario, un altar de sacrificio que daba vida.
La nueva ida que ella dio al mundo, esta vida que habíamos creado con Dios, podía ahora mirarla y tocarla con mis manos. Una tercera persona había entrado en la unidad íntima de nuestro hogar(..) Dios había tomado las románticas miradas de dos amantes y las había re conducido sin que dejan de ser romántica y amorosas. Ahora había tres personas en un hogar feliz cuyo amor les dirigía a un hogar aún más feliz.