09 noviembre, 2005

La conversión de Paul Claudel

El año 1886 traerá Claudel la gracia y la fe. Va de iglesia en iglesia, llevado por su inconmensurable soledad, no por la necesidad de buscar a Dios, sino por la ansiedad de emociones estéticas. “Comenzaba entonces a escribir y me parecía que en las ceremonias católicas, consideradas con un diletantismo superior, encontraría un estimulante adecuado…”.
El día de Navidad, sábado, asiste a Nuestra Señora de París, a la misa mayor. Su gozo allí fue “mediocre” (misa con la liturgia propia de una
Misa solemne en Nuestra Señora). Claudel se queja de haber sido “codeado y zarandeado” por la multitud. Vuelve a las Vísperas. “Era el día más crudo de invierno y la tarde más oscura de lluvia de París”. Escuchó los salmos y especialmente el Magnifícat. Resulta un poco sorprendente que asegure más tarde que no identificó inmediatamente este cántico de acción de gracias de la Virgen, que había oído a menudo en su infancia y al principio de su juventud. “Estaba de pie, cerca de la segunda columna de la entrada del coro, a la derecha de la parte de la sacristía”.Allí se encuentra la célebre estatua de nuestra señora del siglo XIV.
“ Fue entonces –cuenta Claudel –cuando se produjo el acontecimiento que domina toda mi vida. De repente mi corazón se sintió tocado y creí. Creí con tal fuerza de adhesión, con tal arrebatamiento de todo mi ser, con una convicción tan poderosa, con tal certeza que no me quedaba la menor duda, y que, después, de todos los libros, todos los razonamientos, todos los azares de una vida agitad no podrían quebrantar mi fe, ni a decir verdad tocarla siquiera. Había sentido de golpe el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios, una revelación inefable. Tratando como lo he hecho a menudo de reconstruir los minutos que siguieron a este instante extraordinario, me encuentro con los siguentes elemento que, sin embargo, no forman más que un solo destello, una sola arma de la que la Providencia divina se servía para hacerse accesible y abrirse al fin a un pobre muchacho desesperado: “Las gentes creen que son felices¡ Sin embargo ¿es esto cierto? ¡Es cierto¡ Dios existe, está allí. Es alguien, es un ser tan personal como yo mismo. Él me ama, Él me llama”. Me ví embargado de lágrimas y sollozos, y el cántico tan tierno del “Adeste” se añadía a mi emoción.
Emoción dulcísimo en la que sin embargo se mezclaba un sentimiento de espanto y casi de horror. Porque mis convicciones filosóficas permanecían inconmovibles. Dios, desdeñosamente, las había dejado donde estaban; yo no veía nada que cambiar; la religión católica me parecía siempre el mismo tesoro de anécdotas absurdas; sus sacerdotes y sus fieles me inspiraban la misma aversión, que llegaba hasta el odio y la repugnancia. El edificio de mis opiniones y de mis conocimientos seguía en pie y no veía en él ningún fallo. Tan pronto estuve dentro como fuera.”(“Mi conversión”, en Contacts et Circonstances, Gallimard, ed.,págs.11 y sigs)

(Tomado de la biografía que sobre Paul Claudel escribió Louis Chaigne, editada por RIALP)