Las monjas
Mi cariño a las monjas viene de lejos. Me educaron las Madres Teresianas, sitas entonces en Cirilo Amorós 62, esquina a Jorge Juan, frente a la imprenta de Federico Morillo editor de “Aleluya”. Era Arzobispo de Valencia D. Marcelino Olaechea y Loizaga, organizador, entre otras cosas, de la Tómbola de Caridad donde las alumnas de los colegios de monjas lo pasábamos en grande vendiendo boletos. D. Marcelino tiene una estatua a ” en la Plaza del Palau y una lápida en el altar de la catedral que está frente a la capilla de la Inmaculada. Justo donde se apilan domingo tras domingo las “Aleluyas” que durante tantos años tan buena doctrina esparcen. Para la Tómbola había que vestir año tras año montones de muñecas que eran, para tal fin, repartidas entre las madres de las alumnas que estaban por la labor. Después había una exposición de ellas a la que Don Marcelino solía acudir. En ella había desde una dama antigua con polisón e impertinentes hasta una
Princesa en su castillo con su trovador, pasando por una enfermera o una
Colegiala con su uniforme. Cuando aparecía, algunas íbamos corriendo a besar su anillo de amatista. Estuve en el Colegio desde los seis años a los diecisiete. Cuando de parvulita vi a la Madre Visitación, me pareció una santa. Los niños en estas, cosas raramente se equivocan. Muchas alumnas de Teresianas, ya abuelas, nos reunimos a veces en la cafetería “Jorge Juan”, allí estaba el jardín del Colegio: la higuera y la gruta de Lourdes. ¿Buscamos el calor del Colegio?
Antes de que acabe el año del Quijote, quiero romper una lanza por las monjas.
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