22 febrero, 2016

La conversión de Alec Guinness

“Nunca se me pasó por la cabeza formar parte de la Iglesia de Roma” había dicho Alec Guinness, pero así fue. El 24 de marzo de 1956 fue recibido por el P. Clarke en St. Laurence en “Petersfield. “Al igual que tantos conversos antes y después que yo, me sentí como en casa”. Su mujer se mostró comprensiva, y un año después cuando él rodaba, en Sri Lanka, “El puente sobre el Rio Kwai” ésta le comunicó que había sido recibida en la Iglesia Católica. En largo proceso de la conversión de Guinness, fruto de la gracia que también contó en este caso con la lectura de Chesterton, aquel en su autobiografía “Blessin in Disguise” distingue tres hitos. El primero su amistad con Ernest Milton – recibido en la Iglesia católica en 1942 - que le llevó un domingo por la mañana a una misa en St. Ethezdreda y “le fue ofreciendo con mucho tacto una explicación, muy sencilla de lo que ocurría”. El segundo, el papel desarrollado por el Rev. Cyril Tomkinson, vicario de All Saints, en Margaret Street. Éste entró en el camerino del joven actor y tras una respresentación de Hamlet le dijo en tono de reproche mirándole severamente: “solo he venido a decirle que en la obra usted se santigua mal. Así es como lo tiene que hacer: primero la frente y luego el pecho, después el lado izquierdo y luego el derecho”. A las dos semanas, el reverendo volvió a presentarse allí: “Lo sigue usted haciendo mal y es un fastidio. Echa a perder una representación admirable en todo lo demás. Trastan malos auspicios,se hicieron amigos (..) Tomkinson le regaló un ejemplar de “La vida devota” de San francisco de Sales y le enseñó a arrodillarse siempre ante el altar del sagrario, explicándole que él creía en la presencia real del Señor. En ese momento - confesó Guinness- no sabía a que se estaba refiriendo. El tercero el saludo de un niño pequeño cuando estaba rodando en borgoña los exteriores de una película sobre el padre Brown: “Al anochecer, aburrido y vestido de cura tomé el camino que conduce al pueblo.. no había andado mucho cuando oí unos pasos brincando detrás de mí y una voz aguda que me llamaba: “Mon père¡” . Un niño de 7 u 8 años me agarro una mano con fuerza y se puso a sacudírmela y mientras hablaba sin tino. Temeroso de asustarlo con mí pésimo francés me callé (…). De repente con un “Bonsoir, mon père” y una rápida inclinación de cabeza, desapareció tras el agujero de una valla. Mientras él volvía al hogar feliz y reconfortado , a mí me dejó con un sentimiento extraño de euforia y serenidad. Proseguí mi camino pensando que una iglesia capaz de inspirar tanta confianza en un niño, de propiciar con tanta facilidad la cercanía de sus sacerdotes – aún siendo desconocidos-, no podía ser tan intransigente y horrible como a menudo se pretendía. Así comencé a aprendidos y arraigados en mí desde tiempo inmemorial.”