24 enero, 2011

El crucifijo

En el dormitorio de mis padres, como en el de mis abuelos y tantos otros de los matrimonios de entonces, sobre la cama de matrimonio había un crucifijo. El de mi casa, con la cruz ancha de madera de nogal, y el Cristo de níquel, era bonito. Los había con el Cristo de pasta, para mi inadmisible. O talla de madera o escultura de metal, que desde luego no podía ser dorado. El material tenía que ser noble, la escultura hermosa. La presencia del crucifijo allí, no era baldía. Ayudaba a poner las cosas en su sitio: el matrimonio debe estar abierto a la vida, por ello la cama matrimonial, en palabras claras de San Josemaría – baturro al fin - es un altar, no un lecho de mancebía. El crucifijo, ayudaba también a no pedir peras al olmo. Es decir: a no sacar la sexualidad de sus casillas. El amor entre marido y mujer, estaba muy por encima de ella. Ambos, eran ciudadanos del cielo.
Ante el crucifijo del cuarto de mis padres, rezábamos todos incluida “la Francisca”, la tarde del Viernes Santo a las tres de la tarde, de rodillas, treinta y tres credos: uno por cada año de la vida del Señor. Mi padre murió en esa cama, bajo ese crucifijo. Luego en mi generación – los que nos casamos durante los sesenta – empezaron a desaparecer los crucifijos de los dormitorios. Quizá mucho llanto - de mujeres y niños - se hubiera evitado si los crucifijos no hubieran desaparecido de nuestras casas..
Me contaron hace poco, que acudió a la Clínica de la Universidad de Navarra una pareja. Al ver el crucifijo en la habitación, la mujer dijo: “ese crucifijo hay que quitarlo”. La enfermera, se negó a hacerlo. “Pueden recoger si quieren sus cosas e ir a otra clínica”. Se fueron. Al cabo de dos horas volvió solo el hombre: “Me quedo”. La enfermera: “ ¿Y su esposa?”.
Él contestó: “ No era mi esposa, era mi secretaria. Sin comentarios.