Miércoles Santo
Ayer me disgusté con uno de mis hijos y no puedo dormir. Se quiere mucho a los hijos. Yo al menos, quiero mucho a los míos. En realidad no me disgusté, me quejé. Pero no puede una quejarse, una madre no, iba a decir aunque sea un pobre diablo como los demás. O si se quiere, herida y cansada como los demás. ¡Necesitamos todos tanto cariño y tanta comprensión¡ No, una madre no debe cansarse de acoger. No tiene derecho. Una madre necesita mucha, pero que mucha prudencia. Y mucho desprendimiento. ¿Qué será de las madres que no rezan y no pueden paliar con la oración por los suyos sus meteduras de pata? “No se pueden educar hijos sin lágrimas”, como dijo una vez un santo sacerdote ya en el cielo. No, no se puede y esa educación: la de los hijos y la de la madre, dura la vida entera. Nos educamos unos con otros cuando hay amor por medio, y cuando hay sangre por medio.
Cambio de asunto:
Ayer llegó a casa de mi hijo Juan, su amigo Josecho. Venía de China, en bicicleta…Así , como suena. Lleva diez años recorriendo el mundo en bicicleta. Josecho durmió hace años un día en mi casa, recuerdo su aspecto un tanto imponente, sus botazas junto a la cama y ésta sin hacer.. Cuando de joven oía y disfrutaba, “En las estepas del Asía Central” de Borodin (que por cierto era Químico como yo ) no podía imaginar que iba a tener durmiendo en mi casa un adusto mozo que las recorrería en bicicleta. Ni tampoco que tendría dos nietos rusos, ella con una increíble cara de eslava: una bella Samarkanda. “¿Y de que vive Josecho?” – le pregunté a Juan – “Se necesita poco por esos lugares, en los pueblos te dan hospitalidad..” – me contestó. Josecho desde China, iba a Benidor a ver a su madre… ¡hay cada madre¡ por ahí, que sabe lo que vale un peine.
Me tomaré un “biberón” y volveré a la cama. Seguro que duermo.
Ayer llegó a casa de mi hijo Juan
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