Las uñas pintadas de rojo
Me habló de ella su hija, yo no la conocí. Se llamaba Irene y había sido una mujer muy movida. Superó un cáncer y estuvo 13 años en una silla de ruedas, Sonreía mucho. Era una mujer religiosa. Entre las cosas que poco a poco, he ido sabiendo de Irene, por su hija una me hizo “clic” en el cerebro: “A mi madre lo que más le gustaba era llevar las uñas pintadas de rojo, en cuaresma, no se las pintaba”. Y recordé a otra mujer, mi madre, que estuvo un mes sin tomar café, para pedir la salud de un padre de dieciséis hijos, enfermo de cáncer, cuando el cáncer no se curaba. Y también una tarde de agosto en la que una niña amiga mía pasó entre una mata de cardos, de flores violeta, porque al Señor le habían coronado de espinas.
La palabra mortificación – sacrificio - hace años dejó de estar en el diccionario en los países nórdicos. Hoy aquí, tampoco es palabra prestigiosa, pese a que la vida es cuesta arriba y sirve además de entrenamiento para la muerte, cuando ésta “ nos quite todos esos juguetes con los que tanto nos entretenemos”
Los niños del catecismo entienden bien la noción de sacrificio. No están maleados. Las neuronas les funcionan. Cuando les propuse, por estar en cuaresma, hacer un pequeño sacrificio diario – y les di una lista para que eligieran – Laura, una morenita pizpireta me dijo: “¿Y se pueden hacer dos diarios? ¿ se pueden hacer tres diarios? Creo que Laura será mucha moza.
(carta enviada a “Levante”)
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