17 noviembre, 2008

Gloria

Cuando yo era joven, Gloria me sonreía y me miraba con cariño. Por eso siempre me cayó bien, aunque a penas la conocía. Yo la veía, en aquel tiempo, a las cuatro de la tarde, la hora de las telenovelas y de ronronear en la mesa camilla frente al café, andar por mi barrio bastante lejos del suyo. Sabía de sus ocho hijos, que acusaban sus piernas llenas de varices, y de lo difícil que debía ser sacarlos adelante con el sueldo de su marido. Por entonces, la mayoría de las mujeres, no trabajaban fuera de casa. Dentro no sobraba tiempo, si como en el caso de Gloria estaban abiertas a recibir cuantos hijos les mandara Dios.

Con los años la conocí más. Nuestros maridos colaboraban en sacar adelante una buena causa y además, aunque Gloria era mucho mayor que yo, ambas enseñábamos el catecismo en la misma iglesia. La admiraba: no perdía paciencia con los niños, la querían y no chistaban. Gloria, con sus ojos azules y su semblante amable parecía una sabia y buena hada madrina. Las hadas, en los cuentos no siempre son jóvenes.

Ayer revolviendo papeles me encontré con algo que escribí hace años que me contó Gloria una vez por la calle: la muerte de su hijo Julio.

Julio tenía treinta años, era Alférez de navío y padre de tres niños: cuatro, dos años y dos meses. Perdió su vida en el Mediterráneo cuando enseñaba vela a dos jóvenes que hacían el servicio militar bajo su mando. Julio quería a sus marineros y deseaba hacerles la mili agradable: por eso les organizó un equipo de baloncesto y otro de fútbol y por eso también les enseñaba vela. Los dos marineros se salvaron. La cosa ocurrió así:

Los dos inexpertos se sentaron al mismo lado de la barca y ésta volcó. No hubo manera de darle la vuelta. Estaban a seis Kms de la costa. Uno de ellos sabía nadar y se fue. El otro confesó que apenas sabía mantenerse y Julio se quedó con él, sobre el casco esperando ayuda. Divisó un barco a lo lejos y nadó hacia él. No lo vieron y regresó junto a su compañero a esperar. Julio propuso rezar, el otro no sabía. “Reza conmigo”. “”No creo”. “Si me salvo creeré”. Se salvó. Anochecía y la ayuda no llegaba. Julio le dijo: “Con dos horas y un par de huevos llegamos a la costa. Yo nadaré detrás de ti. Procura no hacer resistencia”. Le aconsejó como dar las brazadas y se echaron a la mar. Se divisó un barco y el alarido del marino fue tal que aunque no lo vieron –en el mar no se ve nada- lo oyeron y lo recogieron. A Julio no lo encontraron. ¿Un calambre? ¿el agotamiento y la tensión soportadas?
A la mañana siguiente sábado 7 de mayo encontraron su cuerpo.
A su mujer le entregaron el escapulario de la Virgen del Carmen – patrona de la gente de mar – del que era muy devoto desde niño.

Agradecí a Gloria que me contara todo esto, con una serenidad alegre. “Julio está en el cielo” – me dijo – “Él no hubiera tenido problemas para llegar a la costa”. Me dio un recordatorio suyo. En él se lee esta oración marinera.

Tu que dispones de viento y mar. / Haces la calma, la tempestad /
Ten de nosotros, Señor piedad / Piedad Señor, Señor piedadedad.