11 mayo, 2007

Escribir

Hablando de la vocación literaria dice Juan Manuel de Prada, que él, que encontró en la literatura un refugio para la intemperie, espera, al morir dejar en herencia a los que vengan detrás una habitación atestada de palabras. Que ésta es también una forma de hospitalidad; y cuando escribimos, no hacemos sino abrir una puerta al forastero que merodea nuestro jardín, no hacemos sino dar posada al peregrino y compartir con él un festín que no se acaba nunca.

Se nota que quien escribe estas frases es un hombre de fe. Que cree en la inmortalidad, alegre. En cuyo jardín vale la pena entrar, porque sale uno reconfortado. Una vez más me resulta meridiano que el cristiano es la sal de la tierra. Cuando se ha leído mucho, desde la juventud: valioso y no valioso, llega un momento en la vida en que no se aguanta leer a quien, aún literariamente correcto, no tiene activada la fe de su bautismo.
¿Qué puede contarme quien ni cree en unas normas morales que tienen a Dios por autor, ni espera un juicio de Él sobre su vida cuando ésta acabe? Es claro que como decía Cervantes no siempre se está en los templos y es bueno que haya comedias pero al hombre de fe, hable de lo que hable, se le nota. Alegra el alma, contagia para bien, estimula, da alas, distrae, acompaña, levanta el ánimo, hace pensar, acompaña. (eso me gustaría conseguir yo con este blog). Es, una buena compañía. Y magnífico ejemplo de ello es el Quijote.
Ha poco un hombre muy “leído y escribido”, que no llega a los cuarenta, me regaló un libro de una escritora joven, y al parecer celebrada, de cuyo nombre no quiero acordarme. Le dediqué 15 minutos y abandoné. No acostumbro a leer escritores actuales jóvenes. Creo que el gradiente de comunicación a nivel humano va de viejos a jóvenes y no al revés. El haber cumplido los sesenta es ya un doctorado por todo tipo de universidades.