03 diciembre, 2006

La llamada

Ayer tuve lo que Virginia llamaría “un día azul”. Suelo tenerlos en los aniversarios de personas que me han querido y están ya en el cielo. En esas ocasiones se palpa la belleza del día sin tener que consolarse con aquella cantinela que rezaba: “Todos los días son santos y buenos estando en gracia de Dios” que se decía antes de empezar la misa y continuaba: “el pecado mortal se perdona con el sacramento de la Penitencia, por los veniales digamos la Confesión general…”.

Ayer era el santo de mí tía Elisa. Por la mañana vino Maida a ayudarme y se llevó, Dios la bendiga, multitud de trastos que no puedo meter en mi cocina nueva, porque lo que he ganado en belleza, lo he perdido en capacidad. Liberarse de cosas produce alegría. Que alguien las aproveche, más. Aunque me ha costado desprenderme de multitud de sartenes de hierro que tienen sesenta años por lo menos porque no solo he guisado yo con ellas sino que no he visto otras en casa de mi madre.

A las doce he acudido a Guadalaviar, el colegio de mis nietas, a ver a Belén, de tres años, subida al escenario vestida de angelito cantando villancicos. Allí, me abordó Fernando, hombre de cuarenta años, (para todos pasa el tiempo), de gran clase humana, amigo de mi hijo mayor, cuando ambos eran niños, que estaba allí para ver a su hija Marta, también de tres años vestida de angelito. Hablamos de éste y me preguntó por “Conguito”, mi segundo hijo al que llamábamos así por su piel morena. El oír ese nombre que ya casi tenía olvidado me hizo evocar y sonreír.

Al volver a casa ví en el quiosco “Las Provincias” y comprobé que me habían sacado la carta que sobre el abuso en practicar cesáreas, había mandado al periódico el día anterior.

Después de comer me tumbé en el sofá y me quedé dormida. Lo hice tan profundamente que al despertar a las seis de la tarde y ver el cielo oscuro, pensé que eran las seis de la mañana del día siguiente. Me quedé aterrada de ver el día tan largo que me esperaba. “Desayuné” y lamentando haber perdido una tarde de vida y la asistencia a la Novena me dispuse buenamente a encarar el día. A las siete y cuarto me llama mi amiga Rosa por teléfono: “Me ha gustado mucho tu carta al periódico”. Rosa: son las siete y cuarto de la mañana…”. “Son las siete y cuarto de la tarde”. Le agradecí profundamente la llamada. Nunca eastamos solos del todo. Arreglándome deprisa podía ir aún a la Novena. Había ganado una tarde y me esperaba un domingo normal.