Conchita
Conocí a Conchita cuando ella tenía 44 años. Ahora tiene 89. Yo entonces tenía 10. Ahora no tengo edad porque el espíritu no envejece y siempre procuré cultivarlo. La primera imagen que tengo suya data de 1950, en una gran concentración en la Plaza del Caudillo, hoy Plaza del Ayuntamiento, convocada por el Arzobispo porque aquel año era Año Santo. Empezó a llover y un paraguas no se si suyo o de mi madre, amparó la incipiente amistad parroquial de las dos, cuyas hijas iban al mismo Colegio. La hija de Conchita se llamaba Inma. Estudiábamos juntas, cuando nos tocaban las capitales de Europa, repetíamos una y cien veces la lista: Francia, capital París ; Inglaterra capital Londres… y ella se daba un reglazo en la cabeza cada vez que fallaba en el emparejamiento de naciones y capitales. Conchita era viuda desde los 27. Una viuda bonita y buena, que aunque pudo cambiar de estado, no quiso hacerlo por no dar un padrastro a sus hijos. A veces venía los domingos por la tarde a casa y se notaba en ella una cierta amargura. Mi madre tenía marido, alto y guapo y sobre todo bueno. Cuando ella aparecía, mi padre se iba a estudiar al despacho y abandonaba la mesa camilla que hasta entonces compartía con mi madre. Las dos mujeres pasaban amigablemente la tarde dominical. “Tu madre era una gran conversadora” me diría años después. Conchita, desde su juventud, es de misa diaria. Conserva una figurita mona, una vista que le permite hacer impecables jersecitos a sus nietos, un hermoso pelo blanco de peluquería semanal y una estupenda cabeza. Conchita vive sola. Cuando hace poco fui a felicitarla por su cumpleaños el 29 de abril, festividad de Santa Catalina de Siena, me dijo: “Cuánto tengo que agradecer a Dios. Me protege mucho” y se notaba que esa gratitud se extendía a su vida entera. Ésta estará previsiblemente flanqueada por dos Papas del mismo nombre: Benedicto XV y Benedicto XVI. Esta última observación es suya. Conchita nació en abril de 1916 y reconforta verla.
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