09 julio, 2013

Matrimonio

Me la encontré al salir de misa y nos sentamos un ratito en el banco del atrio. Frágil, con pantalón y blusa negros y un gran mechón blanco en el pelo, parecía una figurita oriental. Había peredido 23 kilos – me dijo- desde la muerte de su marido, hacía pocos meses. A pesar de sus 74 seguía teniendo esos ojos castaños, grandes, africanos, tan frecuentes en las mujeres de levante. Hablaba con la paz que tienen en la vida, quienes tratan a Dios. Nos conocíamos hace muchos años y siempre admiré su matrimonio. No tenían hijos y a cambio, muchos jóvenes que se preparaban para el sacerdocio, de todas las partes del mundo, encontraban hospitalidad en su casa. Una vez, que elogié, de algun modo su dedicación al marido, me contestó que, aunque nunca pensó que fuera capaz de hacerlo, estaba repitiendo la conducta de su madre: mimar a su marido. Cuando nos sentamos a hablar me contó, ya lo había hecho y me alegré de que lo hiciera, la muerte de Carlos: ella le dijo: “¿Qué quieres que te haga para cenar?”, le contestó: “Hazme un huevo frito, dos salchichas abiertas a la plancha y un plátano”. Le contesté – pensando en sus 76 años: “no iba mal”. Continuó: “al acabar de cenar me dice: ¿nos vamos a la cama? Eso hicimos y mientras se acostaba, fuí al cuarto de baño un momento y al llegar al dormitorio estaba muerto”. Pensé en el consejo de Don Quijote a Sancho: “Sancho, come poco y cena aún más poco” y pensé también que el Señor le quiso dar una última alegría antes de llevárselo con Él.

1 Comentarios:

At 11 julio, 2013 15:39, Blogger misael escribió...

Rosa,

¡ qué bonita la historia ! ¡ qué bonita !

Muchas gracias por traernosla aquí.

Un cordial saludo.

 

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