02 febrero, 2011

Encuentros

Quizá por que las dos sabían que frecuento la confesión sacramental, en poco tiempo me encontré con dos mujeres que de una manera natural, me hablaron de ella. Una tiene cerca de los setenta y aunque educada por monjas – de eso hace ya mucho tiempo - y buena gente, como todos, inficionada por este mundo del que ya nos recomendaba San Pablo: “Escapad de esta generación adultera”. Paradas en la calle bajo un sol que invitaba a prolongar el encuentro, me contó entre otras muchas cosas, que un lunes fue San Nicolás y decidió confesarse – simpáticas esas iglesias viejas con su confesor en su garito esperando al pez -. Empezó la confesión diciendo: “ Vengo a confesarme por hacer un acto de humildad, porque la verdad es que yo no tengo pecados”. El bendito y paciente confesor se encargó poco a poco en convencerla de que no era así. Al final le dijo: “Quiero verla aquí dentro de quince días. Volvió y el sacerdote le dijo, no sin buen humor: “Señora, ¿sigue usted tan perfecta?”. Al oírla pensé que valía la pena contarlo.

La otra mujer a quien me refería no tiene cumplidos los cuarenta, es madre de cinco hijos y es una profesional que empalma un trabajo con otro, hasta llegar exhausta a la noche. Me dijo: “ Me he confesado en San Francisco Javier con un sacerdote que me ha encantado. Tanto que le he dicho: “Espere un momento, que voy a tomarle apuntes”. Lo de los apuntes en la ventanilla de un confesonario y con un niño de tres años pegado a las rodillas, tiene su miga.

Quizá estas líneas puedan a ayudar a alguien a vencer la pereza y acercarse al sacramento de la alegría, en frase de un santo coetáneo nuestro.