28 octubre, 2013

La podóloga

Dora, podóloga a domicilio, lleva la vida entera a los pies de la gente. Y mientras los deja como un guante instruye al personal, al menos así es en mi caso. Tiene setenta años y un aspecto envidiable. Como es una comunicadora entusiasta de lo que sabe o cree saber, es fácil escucharla. Rebosa una mezcolanza de conocimirentos sobre alma y cuerpo, que van desde la filosofía india, a la numerologíal y la dietética, sin olvidar algunos cristianos, porque al fin, la educaron monjas en el horfanato donde la dejó su madre al nacer. Hablando de dietética dice con calor: “`¡Yo no como la muerte de nadie¡, antes era vegetariana y ahora solo tomo fruta, frutos secos y leche”. Echa pestes de la leche semidesnata, curiosamente como Béla, el protagonista de la novela que estoy leyendo. Él también se crió sin madre, junto a otros niños, pero con una campesina que les hacía pasar hambre y les daba “leche de pobres”. Dora la toma entera, como se la daban en el horfanato. Tampoco le gusta el uso masivo que se hace de las gafas de sol. “¡El alma está en la mirada¡”, dice. Y continúa: “ la gente se las pone porque no quiere que se vean sus pecados ocultos”. Apunto que hay quien las lleva porque rejuvenecen. Conoció a su madre con trece años, no le guarda rencor. La comprendió: “¡Mi madre tenía ocho hijos cuando nací yo¡”. Vivió con ella, y la cuidó. En sus ojos se ve que ha yenido una existencia dura, pero sonrié sin tregua. “¡Dios siempre me ha ayudado¡” dice. Algo bueno me deja Dora cuando viene, además de los pies.