Candela
Hace pocos días se apagó Candela. Se la echa de menos, en la misa diaria de San Alberto Magno, en el primer banco de la izquierda. Cuando nos vamos, la constancia en el sitio ocupado a diario en la misa parroquial, tiene reminiscencias que espabilan: en el cuarto banco, hacia la mitad, se sentaba Pilar; en el segundo, casi al extremo izquierdo, Alicia; en la última fila, Josefina; en el primer banco de los bancos laterales, se sentaba Consuelo. Justo donde ahora se sienta Ana, que con noventa años, acude a diario a la misa de ocho, pero está allí desde las siete. Ana vive sola, salvo los encuentros que pueda tener cuando sale a comprar, pocas posibilidades de hablar tiene. Y al lado de Ana, se sentaba Candela. Se ha ido sin ruido la noche en que se quemaron las fallas. Alegra esa cercanía a la fiesta de San José, patrono de la buena muerte. Poco he hablado con ella, pero mucho la he visto sonreír. En la Iglesia, cuando se frecuenta, pese al silencio o quizá por él, el cariño y la cercanía son grandes. Candela, aunque anciana, no tenía edad, Soltera, pequeñita y frágil; con la boca pintada de rojo, color al que era aficionada en el vestir, el pelo impecablemente teñido de negro, apoyada en su muleta, con el cuerpo totalmente inclinado hacia el lado izquierdo, su aspecto amable era un constante estímulo para encarar la vida, con valentía y sin dramatismos. A Candela, el Señor no la enderezó, como a aquella mujer encorvada del evangelio que no podía mirar al cielo. Pero se fijó en ella. Siempre me ha conmovido la escena que éste cuenta de esa pobre viuda que echó como ofrenda dos ochavos y el Señor la ve y la
Alaba. Solo Él sabe mirar a quienes no mira nadie. Candela ha dejado un recuerdo dulce. Descanse en paz.
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