La "Biblioteca de María Lázaro"
Ya en el tercer milenio, la existencia de la “Biblioteca de María Lázaro”, sita en la c/Huesca, nº 3 bajo de Valencia, que cuenta con más veinte mil volúmenes, es un pequeño milagro llevado a cabo por mujeres ancianas, y también valerosas porque están, las horas de servicio, en una nave sin ventanas, iluminada por tubos de neón, cuyo único acceso a la calle es una poética puertecilla de madera labrada totalmente cerrada. La biblioteca es un verdadero “rastro” de libros en préstamo. Su redescubrimiento me alegró porque, cuando hace muchos años estaba ubicada en otro sitio, la frecuentaba con mis dos hijos pequeños para a sacar y devolver libros, no solo de disfrutar su lectura, sino también para de irlos introduciendo en el mundo de la literatura. Porque los libros, los buenos libros son una compañía espléndida en el camino de la vida. Y hablo de los buenos porque no todos son tales, que para el hábito de la lectura desaforada – suponiendo que hoy pueda darse – siguen siendo válidas las palabras que San Josemaría Escrivá, escribió en año 73 en carta a sus hijos: “Nos dan mucha pena esas personas que trasnochadamente se autodenominan intelectuales puros y sin discernimiento ni ponderación leen todo lo excita su curiosidad enfermiza. Con lo que les viene a suceder lo que a Don Quijote, que se enfrascó tanto en la lectura, que se pasaba las noches leyendo de claro en claro y los días de turbio en turbio; y así del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio”.
Pero los libros de la biblioteca de María Lázaro, esa buena señora de finales del diecinueve, amiga de mis ancianas tías que emprendió tan encomiosa labor de propagar cultura y cuyo “rastro” dura hasta hoy, tienen todos adosada a su primera página una pequeña crítica de “Biblioteca y Documentación” cuya lectura nos puede ahorrar muchas páginas inútiles. En mi última visita a ella saqué dos libros de los buenos: “La buena vida” de José Ramón Ayllón y “Dios existe. Yo me lo encontré” de André Frossard. Alguna cata daré de ambos, si Dios quiere.
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